En un mundo en el que los amos del dinero, los políticos, artistas, deportistas e influencers son los que acaparan los titulares de los periódicos y de los medios sociales, quienes a menudo son nuestros modelos de vida, es importante reconocer que, en la óptica divina son los de abajo, los pobres y humildes, a quienes Dios elige para sus propósitos de bien para el mundo.
El testimonio de María de Nazaret (Lucas 1:26-38)
Soy María de Nazaret. Mi padre es Joaquín y mi madre Ana, ambos también de Nazaret. En mi pueblo, los casamientos los arreglan los padres de los futuros esposos. Mi caso no es la excepción. Yo tengo 14 años y mi futuro esposo, José, a quien apenas conozco, ya es un hombre de edad mayor. Los dos somos del mismo pueblo en Galilea, Nazaret. Es tan pequeño nuestro pueblo que ni siquiera se menciona en las Escrituras.
Así de insignificante es nuestra aldea. Parece un pueblo olvidado y condenado al olvido. Somos un poco más de 200 habitantes. ¿A quién le podemos interesar? Más bien, todos nos miran con desprecio y desconfianza. Que José sea descendiente del rey David no le ha servido de nada.
La aldea se sostiene con el trabajo del campo. Ya muy pocos son dueños de su tierra, y los terratenientes contratan a los campesinos de mi pueblo para que trabajen la suya. Somos gente pobre que vive día a día de su trabajo. Algunos son artesanos y edifican casas o construyen y reparan barcas, muebles y yuntas para los animales del campo. José es carpintero y muy seguido tiene que viajar a Séforis, una ciudad grande y cercana donde hay trabajo. Quienes viven allí tienen muchos lujos y siempre tienen trabajo en sus casas para los pobres.
Nosotras, las mujeres, trabajamos en casa cuidando a los niños y niñas. Desde que somos conscientes de que somos mujeres sabemos que ese será nuestro destino. Hay mucha diferencia entre unos y otras. Los niños tienen muchos privilegios. A ellos los amamantan sus madres el doble de tiempo que a nosotras, las niñas. Son mimados y pueden ir a la sinagoga a aprender la Torá y, cuando es posible económicamente para la familia, pueden seguir estudiando en otro lugar. Son muy pocos los que lo hacen porque nuestra aldea es muy pobre.
A nosotras, desde pequeñas, se nos enseña a ser sumisas y obedientes y a desempeñar las tareas de la casa: barrer y trapear, lavar ropa, ir por agua al pozo, hacer compras para la comida, moler granos, cocinar.
Debemos obedecer a papá en todo e incluso servir a nuestros hermanos varones. ¡Y cuidado con salir embarazadas! Esa es una de las preocupaciones más grandes de los padres. Así lo dice uno de los libros que a veces leemos:
Una hija es tesoro inseguro para su padre, le quita el sueño por la preocupación: si es joven, teme que se le quede sin casar; si casada, que la repudien; si doncella, que se la seduzcan; si casada, que sea infiel; en la casa paterna, que quede encinta; en casa del marido, que sea estéril. Vigila a tu hija doncella, para que no te acarree mala fama; comentarios de la ciudad, desprecio de la gente y burlas de los que se reúnen en la plaza (Eclesiástico 42:9-11, Biblia de Jerusalén, 1998).
En mi hogar, mi Mamá siempre me dedicó tiempo para que aprendiera las Escrituras. Día tras día me enseñaba de ellas. Después de terminar las tareas domésticas, pasábamos largo tiempo aprendiendo de memoria porciones de las Escrituras y discutiendo su significado. En particular mi Mamá me enseñaba acerca de las mujeres israelitas que hicieron grandes cosas sirviendo a Dios. Ana, la mamá de Samuel, Tamar, Rahab, Ruth, Esther y otras llegaron a ser mis heroínas y ejemplos a seguir. Yo le pedía a mi Mamá que me contara de nuevo esas historias que escuché muchísimas veces y me las sabía de memoria. Muchas veces me imaginaba y soñaba que yo era una de ellas y que hacía cosas grandes para Dios y para mi pueblo.
A menudo, cuando me iba a dormir en la noche y no caía muerta de cansancio, repetía salmos que mi mamá me enseñó y también me ponía a pensar en esas historias de grandes mujeres que sirvieron a Adonay. Le pedía a Dios que enviara ya al Mesías y que pudiéramos vivir como una nación libre del Imperio romano y de los ricos que tanto nos explotaban y maltrataban.
Con frecuencia mi mamá me llamaba la atención porque soñaba despierta y me quedaba pensando mientras hacía mis tareas diarias. ¡Más de una vez se me quemó la comida! Mamá me repetía que no fuera tan soñadora y que hiciera bien mis deberes. Pero yo siempre atesoraba todas esas historias en mi corazón.
Un día como tantos, fui al pozo por agua para la comida cuando, de repente, se me apareció un ángel, de nombre Gabriel. ¡Qué susto me metió! Me saludó, pero su saludo se me hizo muy extraño; me postré en el suelo temblando de miedo y muy confundida.
“—¡Alégrate, tú que has recibido el favor de Dios! El Señor está contigo.
Bendita tú entre las mujeres”.
¿Qué es esto? ¿Qué significan sus palabras? No alcanzaba a descifrar la manera en que me saludó. ¿Me hablaba a mí? ¿Un ángel en la fuente de agua? Supongo que me encontró en un lugar donde me sentía segura, aunque yo tenía mucho miedo, sorpresa y confusión.
Entonces el ángel me calmó y sus palabras sonaron en mis oídos como un bálsamo:
“ —No tengas miedo, María; Dios te ha concedido su favor. Quedarás encinta y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será un gran hombre, y lo llamarán Hijo del Altísimo. Dios el Señor le dará el trono de su padre David, y reinará sobre el pueblo de Jacob para siempre. Su reinado no tendrá fin”.
Sus palabras, lejos de resolver mi confusión, la hicieron mayor. Era demasiado lo que me dijo y me llevó un largo tiempo asimilarlas. Todavía a veces me tengo que pellizcar para asegurarme que no estoy soñando.
Me atreví a preguntarle lo más obvio: “—¿Cómo podrá suceder esto, puesto que soy virgen?”
Mientras, yo pensaba: ¿Se referirá al primer hijo que yo tenga con José? ¿Está pensando hasta que celebremos la boda? ¿De qué otra manera podré tener un hijo?
Y entonces el ángel Gabriel añadió:
“ —El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios. También tu parienta Elisabet va a tener un hijo en su vejez; de hecho, la que decían que era estéril ya está en el sexto mes de embarazo. Porque para Dios no hay nada imposible”.
Entonces entendí que ese nacimiento sería un milagro: que el Espíritu Santo usaría mi vientre para que ese niño naciera, ¡el Mesías! Cómo era posible que una niña pobre e insignificante como yo ¡había sido elegida por Dios para ser la madre del hijo de Dios! No salía de mi asombro.
Y, quizás para vencer mis dudas, me había dicho que mi parienta Elisabet, estéril y ya vieja, estaba embarazada hacía seis meses. Sin duda, para Dios no hay nada que sea imposible.
Me quedé callada por un largo rato, que se me hizo eterno y quizás al ángel también. Repasaba sus palabras y todo lo que ellas implicaban, la manera en que iba a cambiar mi vida. Finalmente, vencí mi temor y salí de mi desconcierto. Le contesté al ángel:
“ —Aquí tienes a la esclava del Señor. Que él haga conmigo como me has dicho”.
Estaba más que dispuesta a someterme a la voluntad de Adonay. Me encontraba con una mezcla de sentimientos que no lograba desenredar: era alegría, sorpresa, temor, incertidumbre, angustia por no poder cumplir con esta tarea tan importante de ser madre de un niño único y especial. Pero, sobre todo, estaba humildemente agradecida porque Dios se fijó en mí, no siendo nadie. Estaba dispuesta a obedecer al Señor. “Entregué mi vientre, el lugar más íntimo de la fertilización de la vida” (Valdir Steuernagel).
No salía de mi asombro cuando, así como se me apareció Gabriel, se fue. Parece que sólo esperaba mi respuesta.
Poco después de que regresé del pozo, hablé con mi mamá, pues le tenía más confianza. Ella primero me dijo que se lo contaría a papá, pero luego cambió de opinión y me dijo que iríamos juntas a contárselo.
Igual que yo, ellos no sabían qué hacer con lo que les dije. Pero, al final, creyeron que no era otro de mis sueños y aceptaron la voluntad de Dios. El siguiente paso sería decírselo a José. ¿Cómo tomaría mis palabras José? ¿Me creería? ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo lo tomaría la gente de mi aldea? ¿Los líderes de la sinagoga? Corría el riesgo de ser sentenciada a muerte. Seguro que mis padres, como yo, estuvieron pensando por muchos días en las consecuencias del anuncio del ángel Gabriel.
Lo que sí es cierto es que mi vocación en la vida cambió: de esclava del hogar pasé a vivir al servicio de Dios y de su hijo Jesús, el Mesías.
Pocos días después, fui a ver a Elisabet, que ya llevaba seis meses de embarazo, para asistirla en los últimos tres meses de su preñez.
El costo del discipulado
Poco a poco, María se daría cuenta de que ser madre de Jesús llevaba aparejada una vida de sufrimiento. Simeón se lo anunció: “una espada te atravesará el alma”(Lc 2:35). Al nacer Jesús, como tantos inmigrantes, tuvo que huir a Egipto para escapar de la muerte decretada por Herodes contra los niños menores de dos años (Mt 2:13-23). Como madre, sufrió en carne propia el rechazo que su hijo experimentó de sus vecinos en Nazaret, que muy temprano en su ministerio intentaron matarlo (Lc 4:28-30). Luego, habría de seguir el vía crucis que Jesús tuvo que andar hasta llegar al Gólgota. Sólo una madre puede aquilatar ese sufrimiento.
María, como dice el poeta, “con tres heridas viene: la de la vida, la del amor y la de la muerte” (Miguel Hernández). María es la primera en tomar su cruz y seguir a su hijo, el Mesías Jesús.
El salmo de María, inspirado en el cántico de Ana (1 Sam 2:1-10), nos da a conocer a una joven que se ha nutrido de las Escrituras y que en su tierna edad ya posee un claro entendimiento de sí misma, de Dios y de sus acciones en la historia y de su fidelidad para cumplir sus promesas. Acciones que trastocan la historia y hacen evidente el reinado de Dios, por medio de gente inesperada, sencilla y creyente. Tal como lo había aprendido en su hogar, sobre todo de su mamá.
En su respuesta a la revelación del ángel Gabriel, durante su encuentro con Elisabet, María manifiesta su profunda fe y responde con un salmo de adoración gozosa, de visión clara de la historia de la salvación y de celebración de la fidelidad de Dios a su pueblo.
Exposición del Cántico de María
Entonces dijo María:
Mi alma glorifica al Señor,
y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador,
porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva.
Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí.
¡Santo es su nombre!
De generación en generación
se extiende su misericordia a los que le temen.
Hizo proezas con su brazo;
desbarató las intrigas de los soberbios.
De sus tronos derrocó a los poderosos,
mientras que ha exaltado a los humildes.
A los hambrientos los colmó de bienes,
y a los ricos los despidió con las manos vacías.
Acudió en ayuda de su siervo Israel
y, cumpliendo su promesa a nuestros padres,
mostró su misericordia a Abraham
y a su descendencia para siempre (Lucas 1:46-55).
Hay tres momentos que se pueden advertir en este cántico:
La irrupción de profundo gozo ante lo que Dios ha hecho con ella. La adoración de María es respuesta agradecida por lo que Dios le ha anunciado y lo que ha hecho a su favor y por su pueblo (vv. 46-50).
La profecía de la acción de Dios en la historia, derrocando a los poderosos y exaltando a los humildes y hambrientos (vv. 51-53).
La declaración de la fidelidad de Dios a sus promesas a favor de su pueblo, la iglesia (vv. 54-55).
Consideremos cada uno de ellos:
Mi alma engrandece al Señor,
y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador,
porque se ha dignado fijarse en su humilde esclava.
Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí.
¡Santo es su nombre!
De generación en generación
se extiende su misericordia a los que le temen (vv. 46-50).
Lo primero es la respuesta a la revelación de Dios: una profunda adoración y gratitud en la que María reconoce la grandeza del Señor y manifiesta una enorme alegría por ser su Salvador.
Manifiesta también su reconocimiento humilde porque Dios se ha fijado en ella para elegirla como madre del Mesías. Por ello, todas las generaciones la llamarán bienaventurada, agraciada, bendecida por Dios. Pero eso es un acto más en una larga serie de acciones que Dios realiza de generación en generación a favor de los que le temen. La misericordia de Dios es una constante histórica que se manifiesta siempre.
En pocas líneas este fragmento nos provee una rica comprensión de lo que Dios manifiesta en ese acto: Él es grande, poderoso, salvador, lleno de gracia, Santo y misericordioso.
Además, su visión trasciende el tiempo. No sólo tiene que ver con una acción en ese momento; tiene que ver también con el pasado, presente y futuro. Por todas las generaciones.
Hizo proezas con su brazo;
desbarató las intrigas de los soberbios.
De sus tronos derrocó a los poderosos,
mientras que ha exaltado a los humildes.
A los hambrientos los colmó de bienes,
y a los ricos los despidió con las manos vacías (vv.51-53).
En segundo lugar, María proyecta su visión de las obras de Dios en la historia. Su experiencia, indiscutiblemente extraordinaria, resalta la nota recurrente de las proezas que Dios ha hecho, hace y hará en la historia. María no se limita a su vivencia de fe, sino que extiende el horizonte de su visión a lo que Dios hace en la historia. El nacimiento del Mesías Jesús es eco y anticipo del carácter de un Dios justo y misericordioso. Lo hizo con los patriarcas, en el éxodo, en los días de los jueces y reyes, en el regreso del exilio, en las gestas de los Macabeos, y ahora con la llegada del Mesías, que trae aparejadas grandes transformaciones.
María contempla una transformación política que seguro tiene en mente al imperio romano y las élites gobernantes de Israel. Es una visión contra los faraones de entonces y ahora, arquitectos de genocidios, expertos en la perversidad. Como Herodes, como César, como muchos de los líderes religiosos, como los amos del capital.
También observa un cambio social, donde los ricos padecerán hambre y se irán con las manos vacías, mientras que los pobres hambrientos se sacierán de todo bien.
Surge así una teología transformadora. Dios es el Señor poderoso, es su Salvador, es Señor soberano en la historia, quien a un mundo patas pa’rriba lo arregla y pone en orden; es fiel a sus promesas y misericordioso con su pueblo.
Lo que Dios ha hecho con ella es muestra de lo que Dios hace en la historia de las naciones. Ella no reduce su comprensión de la fe a su propia vida. A partir de lo que Dios ha hecho por ella, se remonta a una visión amplia y así entiende la historia.
Acudió en ayuda de su siervo Israel
y, cumpliendo su promesa a nuestros padres,
mostró su misericordia a Abraham
y a su descendencia para siempre (vv.54-55).
Finalmente, la experiencia de María es la de todo su pueblo. Así interpreta su propia vivencia. La fidelidad del Señor a sus antiguas promesas, que ahora recuerda y que se realiza en su propia persona, es muestra de la misericordia de Dios para la descendencia de Abraham, en particular a los que le temen y respetan, a los pobres y humildes como María.
El Magníficat de María se refiere a nosotros, la iglesia, el Israel de Dios (Gál 6:16), que, según Pablo, somos la verdadera simiente de Abraham (Gál 3:28-29). Es la obediencia de la fe, como en el caso de María, y no la raza lo que determina la pertenencia al verdadero pueblo de Dios.
Que el salmo de María sea nuestra inspiración y tema de reflexión en esta bella temporada navideña. Que, como María, seamos capaces de ampliar nuestro horizonte para reflexionar que la venida del Mesías Jesús significa una transformación de la historia. Que aprendamos a tener esperanza en los días oscuros y caóticos que vivimos para recordar que el imperio no tiene la última palabra. Es Jesús, la Palabra, que prevalecerá sobre los poderosos del mundo.
Con gozo hoy clamo con fervor
¡Eres grande en mi corazón!
Y te doy loor por tu gran amor; quien espera verá tu acción.
Ves con piedad mi debilidad, y jamás me rechazarás.
De este a oeste, ya, me bendecirás. ¿Estará el mundo por cambiar?
(Estribillo)
Yo cantaré pues tú eres fiel;
tu justicia encenderás.
Lágrimas no hay, amanece ya,
pronto el mundo ha de cambiar.
Aunque humilde soy, eres bueno, oh Dios;
cosas grandes has hecho en mí.
Tu gracia es desde el ayer y será grande hasta el fin.
Avergonzarás la fastuosidad, y jamás me rechazarás; por tu autoridad los fuertes huirán pues el mundo está por cambiar.
Donde hay poder y ansias de vencer, ni una piedra ha de quedar;
tronos caerán, justicia obrarás, y los reyes han de temblar.
Por hambre ya nadie llorará, ni por agua ni por el pan;
en tu mesa habrá siempre algún lugar
pues el mundo está por cambiar.
Si los pueblos van sucumbiendo al mal, nuestra fe puesta en ti estará;
en tu compasión hay liberación de las garras de todo mal.
Tu voz salvó a quien te escuchó, tu palabra nos une aún hoy;
la espada cruel Dios la ha de romper
pues el mundo es del Señor.
Recomendamos cantar este himno, Con gozo hoy clamo con fervor, número 68 del Himnario “Santo, Santo, Santo: Cantos del pueblo de Dios”.